domingo, 7 de abril de 2013

Semana 14


El modelo mojado

Y al final nos tapó el agua. La imprevisible meteorología desnudó lo indefensa que está una sociedad sometida al mesianismo, la improvisación y el cortoplacismo. Por eso hay situaciones donde es necesario hacer una reflexión de más largo plazo –hacia atrás y haca adelante–. Mientras se ve el desfile de las miserabilidades de la lamentable clase política local que demostró, sin excepción, su incapacidad si quiera de dar una respuesta a la altura de las circunstancias.


Que la Argentina exista –todavía– es algo indudable. Figura en las cartografías internacionales; es miembro pleno del sistema interestatal surgido de la Segunda Guerra Mundial; tiene una historia “nacional” documentada; tiene algunos ritmos, literaturas y un arte que se reconocen como argentinos. Esta existencia particular transcurre, no obstante, en una serie de vaivenes imprevisibles que la sacuden hasta el extremo de amenazar desintegrarla; lo que se traduce en una de las características de la idiosincrasia vernácula más conmovedoras: la histeria. El argentino pasa con suma facilidad de la depresión a la euforia; y, por lo tanto, del escepticismo mordaz y paralizante, a la fe militante y acrítica.  

Esta imposibilidad de tener una mirada serena se traduce en un curso histórico espasmódico y, las más de las veces, irracional. Lo que no significa, paradojalmente, incapacidad introspectiva. Todo lo contrario: libros, discursos, películas, obras de teatro, artículos periodísticos –y hasta charlas de café– testimonian la preocupación del argentino promedio de aclarar las idas y vueltas de su historia que le impiden al país salir de su movimiento circular de crisis –más o menos– decenales  que le impiden su despegue. Pero, las más de las veces, esas introspecciones son superficiales, parciales y no pasan de la autoindulgencia; y las pocas conclusiones que se pueden sacar se las come otra característica, altamente negativa, de la idiosincrasia nacional: la facilidad para el olvido.

No se trata de una paradoja; memoria y olvido, al fin y al cabo, constituyen los rostros de una misma facultad. La memoria parcial argentina, tiene la capacidad de desechar y desenfocar cuanto, momentáneamente, no conviene a sus intereses. En sus momentos de euforia, cubre a sus ídolos de un manto de santificación con una fe mesiánica que desdeña la persistencia de continuidades. Tales “descuidos” resultan notorios, sobre todo, al comienzo de los periodos de gobierno. Las medidas decisivas son aprobadas en sus inicios acríticamente y aceptadas por una necesidad visceral de encontrar un camino –siempre “esta vez”– correcto. De nada sirven las advertencias –de los “anti” de la hora–, la obcecación triunfa sobre la búsqueda de parámetros racionales y coherentes.

El olvido y la euforia, sumados al mesianismo y la improvisación –características fundamentales de la clase política vernácula–, convierten a la Argentina, por tanto, en un país con intermitencia creacionista –refundadora, revolucionaria, transformadora–.“Todo empieza, nada del modelo anterior se continúa” –a lo sumo, se traza una línea de filiación con algún otro momento de la historia, ubicando en el medio: los tiempos del desvío, la contra-revolución, la mentira y la coerción de factores anti-argentinos internos o externos–. Este fanatismo inicial se traduce en una onda decepción cuando se atisba el fracaso; que si bien, en un primer momento, recrudece el descreimiento  y el escepticismo que preparan el caldo de cultivo para, luego, abrazar el primer mesianismo que ofrezca un “nuevo” relato de salvación y redención nacional y sumarse al clima de euforia ciega del inicio del nuevo ciclo.

Pero esta persistencia de la improvisación trasciende a todos los ámbitos del quehacer argentino. No es algo de lo que puedan vanagloriarse sólo los políticos. Sino que se traduce en una serie de manifestaciones del caos que genera la cultura del cortoplacismo:

Descuido del control higiénico de la población: La reducción del presupuesto sanitario público –su tendencia a la privatización– y la pésima administración de los recursos han incidido en la recurrencia de enfermedades erradicadas del mundo desarrollado al que aspira pertenecer la Argentina: tuberculosis, cólera, dengue, chagas, etc. Una población descuidada en el control de las condiciones sanitarias de los lugares de trabajo y de los lugares públicos y medios de transporte ha perdido los más elementales hábitos del respeto corporal y hasta es indiferente del cuidado personal –mucho menos del de los demás–.

Caos en la planificación urbana: A partir de las explosiones demográficas de los siglos XIX y XX, las ciudades rompieron con cualquier principio de urbanización racional. La especulación inmobiliaria, además, prevaleció siempre por sobre el interés normativo del conjunto; códigos edilicios superpuestos o “mal interpretados” –para no decir, directamente violados– convirtieron los tejidos urbanos en meros amontonamientos de edificios sin, siquiera, armonía visual; los centros industriales se mezclaron con barriadas pobres –sin la más mínima planificación, ni acceso a los servicios fundamentales–; ríos y atmósferas se contaminaron por la falta de control; y el tránsito diario hacia los lugares de trabajo se volvió infernal –con “soluciones” que siempre fueron tras los problemas–. Este cúmulo de dislocaciones trajo como consecuencias un desorden en el paisaje que produjo una profunda distorsión psicológica que explica el extrañamiento con el propio espacio, traducido en la falta de cuidado en el tratamiento de la basura domiciliaria y –sobre todo, en muchos casos de sujetos con poder económico y/o político– la edificación en beneficio propio –desviando cursos de agua, invadiendo áreas comunes y violando los códigos y estatutos–.

Deterioro de la calidad de vida: Durante la etapa neoliberal de los ajustes y shocks de mercado, el nivel de vida descendió hasta límites inhumanos: desnutrición y malnutrición; sobreocupación y falta de descanso; imposibilidad de vestirse adecuadamente; stress, adicciones y enfermedades psicosomáticas. Los medios de transporte públicos obligan un diario hacinamiento, sin calefacción en invierno ni refrigeración en verano, en medio de mucha mugre, sin medidas de seguridad y que funcionan –generalmente- atrasados y sometidos a todo tipo de “eventualidades”; volviendo una hazaña cotidiana ir al trabajo o a estudiar y volver a casa –inversión que se convierte, al final de la semana, en una jornada extra no redituable–. El rendimiento del trabajador y del estudiante promedio, desde esta perspectiva, resulta desconsolador, que –desde una perspectiva estrictamente económica– atenta contra el crecimiento económico. La falta de tiempo libre o de recursos para el esparcimiento y el cultivo propios, completa la imagen de deterioro que afecta a la calidad de vida de millones de argentinos.

Desorden auditivo y visual: El argentino promedio ha perdido la noción del valor del silencio y de los espacios comunes limpios. Los escapes libres, bocinazos y altoparlantes callejeros no respetan la intimidad de los hogares, donde se ha perdido también el respeto por la propiedad privada, de tal modo que equipos de audio y televisores vecinos traspasan las paredes. A esto se suma la tecnología portátil que obliga a transeúntes y a pasajeros de transportes públicos a escuchar la música o conversaciones telefónicas de otros. Los amontonamientos de edificios sin código ni arquitectónico ni urbanístico; la publicidad visual fuera de control –pasacalles, carteles, pintadas, afiches, entrega de folletos–; los edificios y monumentos históricos casi derruidos y sin presupuesto para conservación; el grafitti que avasalla cuanta superficie encuentra, son síntoma de una generalizada indiferencia por el bien público, la falta de sentido comunitario y de respeto por el otro.

Degradación del ecosistema: Cientos de hectáreas sometidas al sobrepastoreo, que se vuelven impenetrables y, por lo tanto, proclives a inundaciones; deforestación sistemática de los bosques nativos, y pérdida la biodiversidad autóctona; sojización con monocultivo de organismos transgénicos patentados por transnacionales perdiendo la autonomía productiva y alimentaria; uso incontrolado de pesticidas y herbicidas contaminando ríos, lagos y a poblaciones; la megaminería a cielo abierto dinamitando montañas enteras, utilizando sopas químicas a base de cianuro, ácidos y otros químicos contaminantes, y miles de litros de agua en procesos de lixiviado para que las gigantes multinacionales mineras se lleven la riqueza del suelo por módicas regalías, y con un marco impositivo que garantiza un nicho de renta extraordinaria; las explotaciones petrolíferas sin control de su cuidado del ecosistema que ahora empiezan a utilizar el temible método de fracking para extraer petróleo y gas no convencionales; la depredación de los mares argentinos por un gobierno muy permisivo con las multinacionales extranjeras tanto en la concesión de licencias como en la falta de fiscalización y de ejercicio de soberanía sobre el mar; etc., son sólo algunos ejemplos de un espeluznante debe ambiental de una sociedad en donde no faltan movimientos ambientalistas que chocan contra la falta de cultura general de voluntariosos adherentes que sólo se suman superficialmente a la lucha contra la degradación ecológica del país.

Crisis laboral: Con una desocupación estructural de, al menos, un tercio de la población económicamente activa; y su correlato; el subempleo, el trabajo no registrado o fuera de convenio, y el pluriempleo –venta callejera, changas y otros servicios eventuales–, se ven agravados por la falta de continuidad laboral. Los constantes cierres de fuentes de trabajo obligan a los empleados a habituarse y acomodarse a nuevas condiciones de dependencia, con condiciones de sobrexplotación mayores. Inseguridad, imposibilidad de cálculo y de progreso personal –ni hablar vocacional–, temor a la pérdida de lo poco acumulado, indecisión y parálisis paulatinamente traducen, a nivel individual, la situación colectiva.

Agresión cultural: No sólo ninguna de las reformas educativas ha logrado paliar el analfabetismo, sino que ha crecido la sub-alfabetización. Alfabetizarse no sólo supone saber leer y escribir, sino habla de poder de discernimiento y análisis crítico. Saber leer para enajenarse en la descripción morbosa de un crimen, o sólo enterarse sobre la vida de famosos de la farándula es casi una virtud en una sociedad donde la mayoría se informa de eso mirando estupidizado la pantalla de la televisión. Lo mismo, que los jóvenes universitarios que apuran un manojo de fotocopias para promocionar como sea una materia tomando la carrera desde su costado meramente instrumental sin comprometerse en el rol de intelectual y generador de conocimiento nuevo, hablan de una degradación cultural alarmante. La manifestación más evidente de esta degradación la vemos a diario en los medios que buscan uniformar los gustos a través de un bombardeo constante de producciones chatas, basadas en el escándalo y la utilización sexista de la imagen de la mujer, cuando no es para imponer manifestaciones culturales foráneas. A esto sumémosle el uso político de la “cultura popular” que quieren imponer los diferentes gobiernos que no pasan del estereotipo que se ajusta a una consigna faccionalista. 

La falta de respeto de la ley: Aunque quizás su más visible manifestación sea la acuciante crisis de inseguridad delictiva, tiene raíces mucho más profundas hasta volverse una auténtica socio-patología crónica. Desde la cultura de la evasión fiscal (muchas veces ajustada por profesionales que ofrecen sus servicios para “dibujar” declaraciones juradas y ejercicios presupuestarios de empresas y ricos aprovechando los vericuetos legales), el negreo (contrabando, explotación, venta ilegal, piratería), la coima (muchas veces ya institucionalizada), la ventaja (“contactos” políticos y financieros, acomodos y prebendas), y, sobre todo, la impunidad (que garantizan una Justicia venal y de clase); ha construido un sociedad donde atender al problema de la criminalidad como algo relacionado con la marginalidad no sólo es una mirada parcial, sino que es interesadamente discriminatoria e injusta.

La doble marginalidad: La pobreza y la exclusión social se ensañan con tipos étnicos y culturales precisos hasta naturalizarse ocultando las raíces de racismo y xenofobia que las causan. La violencia simbólica a la que son sometidos los excluidos es quizás más grave que las violencias laboral, social y gubernamental a la que son constantemente sometidos. Ser villero, peruano, travesti, morocho, etc.; son diferentes “marcas” sociales que producen trayectos de vida casi inevitables, y constituyen el estereotipo del ladrón, el traficante, la prostituta y el vago. Obligados a deambular por la vida ilegal, no encuentran más ocupaciones que el delito, la prostitución y la recuperación de basura, ni otro refugio que las villas, las casas ocupadas y la calle. Lo que cierra sobre ellos este estado de doble marginalidad y exclusión social.

La violencia: La más preocupante y, quizás, más urgente de estas manifestaciones es la violencia en todas sus formas. Agravada por la doble marginalidad, la falta de respeto a la ley y la agresión cultural, la violencia es una continuidad histórica de la vida política argentina desde el comienzo de su historia y tuvo que ocurrir la espeluznante masacre genocida de la última dictadura cívico-militar para que los actores políticos hicieran una crítica profunda e iniciaran un proceso gradual hacia una lucha política menos violenta. Pero esto no se tradujo hacia la sociedad, que empezó a manifestar no sólo en una mayor criminalidad delictiva –en la que la difusión de las drogas como el paco y la cocaína tienen un rol fundamental–; sino en una mayor violencia en las relaciones humanas: en los trabajos, las escuelas y en los hogares, donde su correlato es la violencia de género –y hacia los niños y abuelos–. Otra manifestación de violencia criminal la constituye, sin lugar a dudas, el afán de lucro incontrolado y sin pagar consecuencias legales o sociales por parte de los empresarios que no dudan en contaminar, reducir personal, subcontratar (hasta con talleres con trabajo esclavo) y evadir. Es éste quizás este el síntoma más autodestructivo de una sociedad que profundiza sus incógnitas y cuestionamientos. 

Todas estas manifestaciones, obviamente, no constituyen una enumeración exhaustiva de las consecuencias del cortoplacismo, pero permiten visualizar por qué la sensación de crisis cíclica y las reacciones espasmódicas. La imposibilidad, ya no sólo de prevenir las catástrofes que son por naturaleza imprevisibles, sino tan sólo de reaccionar ante la crisis que desnuda las inconsistencias y contradicciones del modelo cuando está mojado, no sólo del gobierno sino también de una sociedad que vive en la constante excepcionalidad, la euforia fácil y la reacción irracional. 



© carlitosber.blogspot.com.ar, Abril 7 MMXIII
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