viernes, 17 de octubre de 2014

Apuntes de la historia


A 69 años de la histórica plaza cambió la historia argentina

El 17 de octubre de 1945 se produjo el acontecimiento político más importante del siglo pasado, y que aún sigue delineando los ejes a través de los cuales se debate la política argentina hoy en día, 67 años después. Un movimiento político, pero también social y hasta cultural, nacido en circunstancias singulares, que supo aglutinar por primera vez a las fuerzas sindicales y las clases populares con una parte de la clase política, las fuerzas armadas y la Iglesia Católica, y que instauró la figura de un líder carismático –un militar devenido en político– como cabeza y símbolo de una transformación. 

Aquella plaza del 17 de octubre que significó el estreno de la relación que se establecería entre ese líder y sus seguidores, se iba a transformar en el mito fundacional en el que se iba a sentar no sólo la pertenencia política de las masas que seguirán al nuevo movimiento político; sino, además, una nueva identidad que trascenderá las clases sociales, en un país que quedaría dividido por un nuevo eje: los militantes del movimiento y los opositores. División que marcaría la vida política argentina desde entonces, hasta el día de hoy.


El año 1945 marcó el surgimiento de una nueva era en todo el mundo: el final de la Segunda Guerra Mundial dio paso a un mundo organizado bajo la supremacía de dos grandes superpotencias que se dividirán el planeta entero en áreas de preponderancia propias y, más allá de algún cortocircuito, la guerra propagandística y la carrera armamentísitica, ambas hegemonías tendrán hasta la década del 80 una política de negociación y administración conjunta de los conflictos globales.

En la Argentina el final de la guerra significó la caída del régimen militar instaurado de junio de 1943 que había claramente apoyado al bando perdedor. Pero también significó la imposibilidad de volver atrás para todos aquellos que soñaban aún entonces en que se revertiría la anomalía que significó 1930. El modelo de desarrollo exogenerado agroexportador era totalmente inviable: las nuevas superpotencias no sólo eran contrarias al liberalismo decimonónico, sino que no eran económicamente complementarias con la economía argentina, como sí lo había sido el Imperio Británico en su momento de mayor expansión. Por otra parte, el comportamiento de los gobiernos argentinos durante la guerra –más cercanos al Eje que a los Aliados–, sumado a la tradición de la diplomacia argentina a oponerse a la hegemonía de Estados Unidos en el continente americano, colocaba al país como paria del proyecto de reconstrucción de postguerra que los norteamericanos iban a llevar a cabo en su área de influencia –y, obviamente, pasarse al bando de la Unión Soviética sólo era posible si ocurría una revolución comunista, que pasó a ser la principal preocupación de los políticos, militares y empresarios argentinos–.

Juan Domingo Perón era quien mejor había interpretado estos cambios. La acción que desarrollaba desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, además del contenido de justicia social que implicaba, tenía un inocultable propósito proselitista. La opción de Perón era, pues, muy simple: debía apoderarse de uno de los partidos –o mejor dicho, de un partido, el Radicalismo– o debía fundar un movimiento nuevo que pudiera enfrentar y derrotar la totalidad de las fuerzas actuantes. Pero los esfuerzos de Perón lograron una magra cosecha: sólo unos pocos dirigentes radicales se fueron arrimando a sus tiendas; la mayoría permaneció en una cerrada posición de hostilidad contra el régimen de facto y su heredero evidente.     

Es que el régimen estaba en retirada, sobre todo tras la rendición de Alemania, y la UCR estaba liderando la oposición proponiendo la conformación de un frente antifascista. El 19 de septiembre de 1945 se realizó la Marcha de la Constitución y la Libertad, que movilizó a decenas de miles de personas en la plaza San Martín –la gran mayoría militantes radicales y estudiantes universitarios–, duramente reprimida por el régimen militar, con varios muertos y heridos. Algunos sindicatos, relacionados con los radicales y socialistas, habían empezado a desvincularse de la CGT.

Muchos creyeron que el encarcelamiento de Perón –la criatura política de la dictadura–  significaba el final de su carrera política. En menos de 4 días no sólo comprenderían lo equivocados que estaban, sino que entenderían la verdadera relación de fuerzas que definirían el poder en la Argentina.

De pronto se dieron cuenta de que Perón no estaba solo. Miles de hombres y mujeres de las clases populares se manifestaron en la Plaza de Mayo. No fue la primera manifestación multitudinaria de trabajadores, como muchos apologistas y refractarios del peronismo repetirán hasta el cansancio–, sino que era distinta. En primer lugar, porque la clase obrera ya no era la misma; había adquirido conciencia de su importancia en el aparato productivo y de su peso demográfico. En segundo lugar, porque la relación de las masas populares con los partidos políticos tradicionales ya no era la misma después de la Década Infame y ante la posibilidad de un nuevo movimiento que los proponía como protagonistas de un cambio. En tercero, porque el movimiento obrero organizado, era más consiente de su peso político y había sido limpiado de su tradición revolucionaria tras décadas de represión y persecución –en especial en los anteriores 15 años–.  Y principalmente, porque ese movimiento tiene un líder que comprendía mejor que nadie los secretos de la política de masas moderna y porque había ganado la carrera por el liderazgo de esas masas.

Claro que Perón contaba en esa carrera con enormes ventajas. En primer lugar, la radio. Ese electrodoméstico que en la década del 40 fue el centro del hogar, el vínculo con el mundo, la fuente confiable de noticias, informaciones y sugerencias, estaba a disposición del secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación, cada vez que se le ocurriera. En segundo lugar, la Secretaría misma, cuyas delegaciones en todo el país eran otros tantos comités de apoyo a Perón. Pronto se acostumbró el país entero a escuchar la voz de Perón a cada momento. Sabía decir frases rotundas, acuñaba slogans de fácil memorización, exageraba, simplificaba y llegaba a los auditorios de trabajadores como nadie había llegado en la Argentina. 

Su tercera gran ventaja era su carisma y su extraordinaria retórica, propia de una nueva forma de hacer política. «Creo que las reivindicaciones, como las revoluciones, no se proclaman, se cumplen» –decía   el 1 de mayo de 1944– «Y ese cumplimiento es la consigna rígida a que ajustamos nuestra acción estatal. He sido fiel a ella porque entiendo que mejor que decir, es hacer; y mejor que prometer, es realizar». El 8 de junio, ante una concentración de ferroviarios: «No he de tenerme a refutar calumnias sectarias o políticas que elementos descalificados suelen poner en movimiento con fines inconfesables: tarde llega a su casa quien se detiene en el camino para arrojar piedras a los canes que ladran». El 20 de julio, a los tranviarios: «Tengo fe en los hombres que trabajan, porque no he sido jamás engañado ni defraudado por humildes. En cambio, no puedo decir lo mismo de los poderosos». El 4 de diciembre, ente una multitud de empleados y de obreros calculada en 250.000 personas: «La tierra debe ser del que trabaja, y no del que vive consumiendo sin producir, a expensas del que la labora». Y en varios de sus discursos en diversas ocasiones: «la era del fraude ha terminado».         

Retórica no exenta de un fino sentido de la ubicación, el  25 de agosto de 1944, en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, ante otro tipo de auditorio, dijo: «No se asusten de mi sindicalismo, nunca mejor que ahora estará seguro el capitalismo, ya que también lo soy, porque tengo estancia y en ella operarios… Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores para que el Estado los dirija y les marque rumbos, de esa manera se neutralizarán en su seno las corrientes ideológicas y revolucionarias que pueden poner en peligro nuestra sociedad capitalista de posguerra. Por eso creo que si yo fuera dueño de una fábrica no me costaría ganarme el afecto de mis obreros con una obra social realizada con inteligencia. Muchas veces se logra con el médico que va a casa de un obrero que tiene un hijo enfermo; con un pequeño regalo en un día particular; o el patrón que pasa y palmea amablemente a sus hombres y les habla de cuando en cuando, así como lo hacemos nosotros con nuestros soldados…Con nosotros funcionará en la casa la Confederación General del Trabajo y no tendremos ningún inconveniente cuando queramos que los gremios “x” o “z” procedan bien, a darles nuestros consejos, nosotros se los transmitiremos por su comando natural. Le diremos a la CGT., hay que hacer tal cosa por tal gremio y ellos se encargarán de hacerlo. Les garantizo que son disciplinados y tienen buena voluntad de hacer las cosas. Eso sería seguro, la organización de las masas…Ya el Estado organizaría el reaseguro, que es la autoridad necesaria para que cuando esté en su lugar, nadie pueda salirse de él, porque el organismo estatal tiene el instrumento que, si es necesario por la fuerza, ponga las cosas en su quicio y no permita que salgan de su curso».      

Además Perón había sabido cosechar apoyos estratégicos importantísimos: una parte del Ejército que proponía un desarrollo industrial y belicista nacional conducido por los militares; la jerarquía de la Iglesia Católica que se había convertido en la década del ’30 en interlocutor válido, al ponerse en duda los ideales liberales y laicos y por la crisis moral que  provocó la Década Infame; y un grupo de intelectuales que sostenían ideales corporativos y de economía planificada, y una idea de estado provisional, como alternativa al liberalismo antinacional que parecía haberse quedado sin ideas después de la crisis de 1930.

Por eso más allá de las horrorizadas expresiones de las clases privilegiadas y sus medios de opinión publicada que hablaron de “aluvión zoológico” y que copiaron el negativo de la fraseología clasista que tan hábilmente utilizaba Perón, la multitudinaria manifestación no fue obstruía ni reprimida por los aparatos represivos del Estado –como sí había ocurrido en las manifestaciones por el 1° de mayo de principios de siglo que tan fieramente había reprimido Ramón Falcón; o en el masivo cortejo obrero que acompañó a los mártires de los Talleres Vasena que fue masacrado dando inicio a los sucesos de la Semana Trágica de 1919; entre otros importantes acontecimientos–.  

El 17 de octubre permitió a Perón impulsar desde el gobierno militar los preparativos para las elecciones y promover su propia candidatura. Los tiempos se aceleraron: la convención de la UCR eligió la fórmula Tamborini-Mosca, apoyada por la Unión Democrática, formada con radicales, socialistas, comunistas y demócrata progresistas. 

Perón logró el apoyo del Partido Laborista que fundaron los sindicalistas peronistas. Logró el apoyo de muchos sindicatos socialistas –desilusionados con un partido que se decía obrero, pero que a su rama sindical le daba muy pocas posibilidades de integrar los cuadros dirigentes del partido, que siempre privilegió a su ala política–; de gran parte de los dirigentes conservadores del interior horrorizados del frente democrático que incluía a socialistas y comunistas; la jerarquía de la Iglesia Católica; las Fuerzas Armadas; y los radicales de Forja y otros grupos de intelectuales nacionalistas de derecha e izquierda, que además de los discursos del líder tenían ahora un hecho fáctico: el apoyo del embajador norteamericano, Spruille Braden, a la lista contraria.

Las elecciones se realizaron el 24 de febrero de 1946, con todos los requisitos de previstos por la Ley Sáenz Peña, y la victoria de Perón fue por 266.706 votos por encima de los 1.211.666 obtenidos por la Unión Democrática. Si bien la victoria le dio al incipiente movimiento el control de la Capital Federal y las provincias de Buenos Aires, Córdoba, San Luis, La Rioja, Jujuy, Catamarca, Mendoza, Santiago del Estero, Tucumán, Santa Fe y Entre Ríos; el triunfo era la anticipación de un nuevo país, con relaciones de fuerza modificadas, que planteó la política argentina de ahí en adelante: el Partido Peronista, que conformó durante la primera presidencia de Perón, aglutinó bajo la forma de alianza los sectores sindical y político, que tomaba la forma de movimiento nacional y popular estableció una fuerte identidad con sus seguidores, quienes identificaron a los demás partidos no en clave de opositores, sino de enemigos de clase y hasta de enemigos de la Nación. Los partidos tradicionales sólo copiaron ese discurso en negativo y se fueron alejando cada vez más de los intereses de las clases populares, a las que nunca podrán ni sabrán cómo acercarse ni mucho menos representar desde entonces –situación que hoy en día se replica–. Se produjo una división brutal en la sociedad argentina que se definió según el juego de los intereses corporativos (militares, empresarios, iglesia, sindicatos) que jugaron –y lo siguen haciendo– a favor del peronismo –mejor dicho, alguno de los peronismos– o del antiperonismo, que –más evidentemente luego de la desintegración del partido militar– es el verdadero péndulo de la política nacional, desde aquel 17 de octubre al día de hoy.





© carlitosber.blogspot.com.ar, Octubre 17 MMXIV

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